Desde hace algunos meses han llegado a la prensa noticias inquietantes:
“Uno de cada cuatro jóvenes creen que con Franco se vivía mejor”
“Uno de cada tres jóvenes justificarían un gobierno militar”
Coincidían estas notas con la relectura de un autor a quien Daniel Goldin mencionaba en su libro de ensayos: Juan Farias, cuya obra se ha ido descatalogando a toda velocidad a pesar de haber recibido premios como el de la Fundación SM. Nuestra memoria es frágil. Dejamos a un lado libros que hablan de lo nuestro para dar paso a otros que se ocupan de la infancia en escenarios internacionales: ya pronto veremos alguno sobre el drama de un niño o una niña en Gaza, pero mantenemos a los lectores alejados de la infancia que vivió en nuestro país en condiciones no siempre agradables.
Esa infancia es la que Farias retrató en dos libros que no sé por qué no se leen en todas las escuelas de este país.
Los niños numerados recibió el premio Ciudad de Oviedo en 1962. La censura todavía aplicó sus tijeras. Años después, la editorial Lóguez lo rescató y dejó puntos suspensivos ahí donde aparecían palabrotas. Con el otro libro, Los pequeños nazis del 43 también publicado por Lóguez se puede decir que forma parte de una serie dedicada a mostrar que no, que con Franco no se vivía mejor.
Si bien Los niños numerados se dirige a un público, digamos, más lector, Los pequeños nazis del 43 bien podría estar en las lecturas de pequeños de diez años. El primero habla de los antiguos correccionales, donde el protagonista va a parar después de haberle robado un par de botas a un zapatero, y a un padre descuidado que enseguida firma los papeles para librarse de él. De la madre nunca se sabe nada. Allí, junto a niños analfabetos, ilegítimos, huérfanos, hijos de prostitutas o de curas, pequeños delincuentes y otros seres desamparados, se someten a la disciplina de un lugar que pretende reformarlos. El segundo libro habla de una educación basada en el nacionalcatolicismo con adultos autoritarios, temerosos de la ira de Dios y del desorden, que obligan a los niños a escribir en sus cuadernos “¡Que viva Franco!” y a cantar diariamente el cara al sol. Niños que desfilan diariamente como pequeños soldados, que sólo ven el mar cuando pueden ir al cine, que toman de vez en cuando un vaso de leche y cenan una sopa aguada.
En ambos casos, los espacios son limitados (escuela, correccional) en una Galicia triste y gris, con niños que se dejan llevar por las circunstancias: sus héroes son alemanes, pasan hambre, sus juegos y posibilidades son limitados, y sueñan con la guerra mundial. Niños a los que no les asusta hablar de la muerte, para los que un hombre de veinte años es un viejo, en cuyos pupitres hay pizarrines con tizas que chirrían en lugar de papel y lápiz, estufas que no calientan lo suficiente, una educación basada en la represión, y donde es pecado tirar el pan. No son libros fáciles, en el sentido actual de que cualquier libro tiene que tener unas cuantas aventuras donde los protagonistas salen victoriosos. Aquí no, aquí hay crónica, novela realista, relato social que va evidenciando poco a poco y a través de una vida cotidiana miserable, un pedazo de nuestra historia. Es como si nos mostrara, a través de un estilo conciso y depurado, la lentitud del tiempo, la desesperación, el retrato de numerosos personajes que se enfrentan todo el tiempo: los adultos tratando de educar a su manera, los pequeños buscando la manera de huir de ello para concentrarse en darle sentido a sus vidas.
Los dos libros tienen un final abierto. Contados en primera persona, la vida no se detiene con el final. El protagonista del reformatorio, después de dos años, se alista como soldado. El otro se resigna a la idea infantil más humillante: que le bañen como lo que es, un niño de diez años que odia que le restrieguen la cabeza, las orejas y las rodillas.
A finales del año pasado se publicó un libro que todavía no he podido leer pero me parece que acompaña muy bien a estos dos: Franco para jóvenes (editorial Catarata), del periodista José A. Martínez Soler. En una entrevista dice:
Tras la guerra vienen dos décadas que son terribles. Son los años del hambre. Mis padres decían que fueron peores que la guerra: mortalidad infantil, represión, exterminio, depuración de maestros, homosexuales… Dos décadas que nadie honesto puede defender.
Yo sé que la literatura no cambia la sociedad, pero sí nos da la posibilidad de conocer otras realidades, en este caso, sobre nuestro país. Estos libros pueden proporcionar una conversación crítica, pueden ayudar a entender por qué todavía hoy en día se buscan restos en cunetas y esta acción de reparación desata frenéticas discusiones.
Y, desde luego, hay que seguir leyendo a Juan Farias, a rescatarlo más bien. Es parte de nuestro patrimonio cultural.
Agradezco la referencia y su enlace. El fin de semana trataré de darme un banquete de Farías. Otro para tí.
¡ Qué necesario no perder la memoria de lo que fue! Es un tema que me tiene especialmente preocupada, como madre de un adolescente. Ana, actualmente la figura de Franco se está blanqueando a pasos agigantados.