Lo hemos visto muchas veces: después de leer un libro se propone hacer una manualidad, algo para llevarnos a casa o colgar en la pared de la biblioteca o la escuela. Hay cosas peores: la temida ficha con preguntas para que alguien decida si nos hemos enterado bien de cómo se llaman los personajes secundarios o la cantidad de veces que aparece una palabra. En los años 80 y 90 del siglo pasado esto se llamaba “animar a la lectura” y varios libros incluían largos listados con actividades para hacer después de leer un libro y entretener a los niños. La lectura era una excusa.
Si hubiera sido cierto que todo eso “animaba”no estaríamos en el siglo XXI preguntándonos dónde están los lectores, y las editoriales no nos abrumarían con miles de títulos cada año para ver cuál vende mucho por motivos que siempre desconocemos. En las estadísticas se habla de “otros lugares de ocio” que desplazan la lectura, como las pantallas. Pero nadie de los que hacen las estadísticas ha mirado qué se estaba haciendo con los libros y los adultos. Hasta que ha llegado Felipe Munita con su libro Yo, mediador(a) (Octaedro, 2021).
Lo primero que aclara Munita en este libro es qué significa la palabra “mediador(a)” y, aunque su trabajo se centrará en los mediadores escolares, también incluye a bibliotecarios, libreros, cuentacuentos y animadores socioculturales. Tal vez la escuela sea el lugar más propicio para encontrar una manera de pensar la literatura desde la reflexión y la conversación. Las políticas públicas desarrollan campañas, crean bibliotecas, reparten libros, organizan ferias y otros eventos, pero éstos no llegan al momento íntimo de la lectura que no es tanto “hacer algo” como atender a la experiencia interior que pueda ser compartida. El mero contacto con las obras, ya lo sabemos, no es suficiente para crear lectores.
La lectura es un encuentro a tres bandas: entre el lector y el texto, entre el lector y otros lectores, y entre el texto y otros textos. La función del mediador sería “acompañar el avance de los alumnos como lectores, pensar en los complejos mecanismos que hay detrás de un buen texto, y en los procedimientos mediante los cuales una obra capta la atención del lector, lo sumerge en un universo ficcional y lo “pasea” por un amplio abanico de convenciones literarias” (p.94). Esto significa varias cosas:
1. Los mediadores tienen que ser lectores conscientes de las posibilidades literarias de los libros que ofrecen
2. El gran reto es que los mediadores hagan antes el ejercicio de leer, no como docentes, sino como lectores, desentrañando lo que Munita llama muy acertadamente “la arquitectura de la obra”.
3. Esto significa que el corpus de lecturas que usen los mediadores sí importa. Las intervenciones después de la lectura dependerán de lo que los libros sugieran, y cada una será diferente. “Los buenos libros enseñan a leer” (p.64).
La cuestión de qué son “buenos libros” no es materia de este libro, pero sí aparecen en él numerosas experiencias realizadas con libros en concreto que nos muestran que “en una obra están sucediendo muchas más cosas que el solo devenir de los acontecimientos que se cuentan” (p.94). Los trillados caminos de apuntar a temas generales, resumir el argumento o trabajar el vocabulario quedan aquí como prácticas insuficientes y el gran reto, según Munilla, empieza en las escuelas de magisterio donde se puede comenzar a explorar ese “me gusta pero no sé por qué” y llevarlo a un nivel donde se verbalicen cuestiones que tienen que ver con la literatura. Todo el libro es un gran homenaje a Aidan Chambers y sus libros como Dime (FCE), que reivindica el habla exploratoria, tan ausente de las prácticas en numerosos lugares donde habitan los libros.
Libro muy recomendable para todos aquellos adultos que trabajan con libros y con la infancia donde plantea retos como saber seleccionar en esta selva de libros en que vivimos, saber leer intentando desentrañar por qué el libro nos ha llevado por sus mundos, y saber dialogar en un rico intercambio entre mediadores y lectores. Gracias Felipe Munita, incluso para especialistas como yo, el libro incluye ricas reflexiones de cuestiones que tenemos en la cabeza y nunca hemos leído de manera tan ordenada y clara.
Hola Ana,
Esta entrada me ha parecido de sumo interés. Tomo nota de este libro para leerlo.
Hablo desde la niña que fui y que tardó en empezar a coger el gusto por la lectura. No me dí cuenta de que me gustaba leer hasta los 11-12 años y eso que en mi casa se leía y había libros. Toda mi infancia fue una batalla con las lecturas que nos hacían leer en el colegio o con la selección, a veces muy poco interesante e incluso aburrida en algunos casos, que había en la propia escuela. De niña llegué a pensar que era completamente idiota por no disfrutar leyendo como los otros niños de mi clase. No sé qué me llevó a relacionar la lectura con ser más o menos capaz.
En mi colegio de primaria sucedía todo eso de las fichas, donde debía quedar claro y demostrado que te habías merendado ese libro de pe a pa. Así el profesor se aseguraba de que los alumnos habíamos cumplido con el deber de leer (eso es a mi modo de ver, lo más triste, imponer la lectura más como un deber que como algo a lo que hay que aproximarse desde el interés real).
Despertar el interés en la lectura me parece algo que depende de multiplicidad de factores, pero uno de ellos debería ser el respeto a los niños como lectores inteligentes, más allá de lo que los adultos decidan qué se debe leer, el cómo y el cuando.
Por suerte, finalmente gracias a libros como por ejemplo La historia del Señor Sommer, entendí de un día para otro que sí que me gustaba mucho leer, lo que había sucedido era que, sencillamente, las maneras de adentrar a los niños en la lectura no eran los mejores ni los más inteligentes por parte de los colegios y de los docentes de mi época. Era un sistema de animación a la lectura más bien desatento y pobre; te doy la ficha, lees y luego respondes esa preguntas de la ficha, fin. Las preguntas de las fichas eran del todo absurdas, la mayor parte de las veces.
Y luego en el instituto, aunque ya me gustaba mucho leer, otra vez esa sensación de imposición. ¿Con qué criterio ponen sobre la mesa unos libros y descartan otros? ¿Por qué no dejar a los alumnos la capacidad de elegir y trabajar a partir de ahí para despertar un interés real? En mi instituto, no solo debíamos hacer fichas, también teníamos que hacer exámenes basados en el libro, donde debías acordarte de cosas como si el café que tomaba el señor menganito en la página chorrocientasmil, estaba frío o caliente (información que no era relevante en la trama del libro, con eso lo digo todo) y así un largo etcétera, donde se primaba memorizar el libro, antes que la imaginación que se activa al leer una narración, el desarrollo de la trama, las preguntas que surgían durante la lectura, los mensajes entre líneas, etc..
Los planes de animación a la lectura han sido bastante desacertados durante décadas, aunque se hayan hecho con la mejor de las intenciones.
Menos mal que sobreviví a esos enfoques y a día de hoy soy una lectora que disfruta tremendamente leyendo, porque los libros son un tesoro, pero no lo ponían nada fácil desde los planes de estudio.
Deberíamos tratar a los niños con respeto y animar a la lectura de un modo más orgánico y nunca impositivo. Esa imposición solo les alejará o les aburrirá en el mejor de los casos.
He pegado este rollo, por si algún docente lo lee por casualidad y también se anima a recordar su propia infancia lectora (o no) y cómo fue. Creo que desde esa consciencia, podremos situarnos mejor en el lugar de los niños de hoy y ofrecerles el mejor acompañamiento en su inicio como lectores. Siempre que veo según qué cosas en los plantes de animación a la lectura, me pregunto ¿acaso la gente no se acuerda de cuando eran niños?
Gracias por esta entrada. Me ha parecido realmente interesante.
Un saludo,
Carolina
Gracias por tus aportaciones, seguro que estos títulos, cuando los lea , me ayudarán a comprender por qué un libro te engancha y sientes que está bien escrito.