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Avatar de Pablo Rosales

Como mucha gente, se podría decir que soy un lector tardío. Como tantos, fui lector antes de leer. No tuve casi libros en cantidad hasta entrada mi adultez. Quizá sea su ausencia sentida lo que me impulsó e impulsa todavía a buscarlos. No sería este lector que soy sin mi madre contándome por enésima vez “Caperucita Roja”. A ella no le contaron esa historia de chica. La vio escrita una vez, cree, en una casa ajena. Y le bastó leerla esa vez para que la guardase en su memoria y la reprodujese a sus hijos en una innumerable cantidad de tardes de domingo, dentro de un auto, esperando a mi padre. Se camina desde la voz de los padres, materia oral primera, hacia el silencio y el cuerpo del libro entre las manos (no habría reparado en esto si no fuera por investigar autobiografías lectoras). Mi primer encuentro con la literatura escrita (al menos el que recuerdo) llegó recién gracias a mi maestra de primer grado. Ella detectó que ese niño que había ingresado a primer grado ya leyendo y escribiendo (alfabéticamente), llevaba incompletas las tareas de recortar palabras y letras. Llamó a mis padres. Le explicaron: En una casa donde no hay casi nada para leer, menos va a haber para recortar. Mi maestra recomendó comprarme alguna revista infantil, para que no me aburriera. Pero que no me compraran tanto porque, si no, también me iba a aburrir. Por alguna razón, que mi madre ignora, eligió Billiken. A mi maestra y a mi madre, entonces, les debo haberme acercado indirectamente Quién se sentó sobre mi dedo de Laura Devetach y La vuelta de Mongorito Flores de Oche Califa, entre otros. Subrayo el papel que esa publicación infantil tuvo sobre la oferta literaria a la que yo accedí, completamente al margen de la escuela y de mis familiares, en plena década del ‘70. Mi tercer encuentro provino de un regalo de mi abuela Rosa. Hoy pienso más en el gesto de mi abuela que en aquel libro. Mi abuela, que casi no leía, y supongo que no sabía absolutamente nada de libros en general y de literatura infantil en particular, me obsequió Muchas veces cuatro patas de Inés Malinow. Fue quizá el único libro de literatura infantil que me regalaron. Las preguntas que importan recién me alcanzan ahora, cuando ya no puedo preguntarle: qué dijo al pedir un libro, dónde, qué le dijeron al recomendárselo, cómo lo eligió entre varios, si es que le dieron a elegir. La imagino yendo en el colectivo de la línea 2, que hoy ni siquiera existe, tomado a dos cuadras de su casa, frente al Hospital (que tampoco existe). La imagino bajándose en la plaza Roca (Río Cuarto, Córdoba, Argentina), en una mañana o una tarde, casi en primavera. La imagino llegando a la librería, no sé cuál de las dos que siguen estando, y preguntando por un libro para regalarle a su nieto, aparentando seguridad y aplomo. Quizá se haya dado cuenta de que conocía menos a su nieto como lector que lo que conocía de literatura. Ojalá que me haya visto muchas veces leyendo ese libro.

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Avatar de Elena Luchetti

Todas las semanas íbamos con mi abuelo al kiosco a comprar el libro de la colecc. Bolsillitos (edit. Abril, de la Argentina) que hubiera salido esa semana. Los bordes eran de distinto color según correspondiera a informativo, cuentos y no me acuerdo qué más. Una fiesta, ese día. Y él me los leía, pacientemente, todas las veces que yo se lo pidiera. Me habilitaron un pedazo de estante en la biblioteca familiar para que los fuera ubicando.

A los 3 (hace 70), tuve mi primer libro de tapa dura: El mono relojero, de Constancio Vigil, edit. Atlántida (que se sigue editando). Y fue tal el impacto que, a la semana siguiente, fuimos con mamá a la relojería y, como el relojero era velludo y, al ser verano, usaba camisa de manga corta y un poco abierta en el pecho, le pregunté a mamá, a voz en cuello: ¿Es la relojería del mono? Mamá, por supuesto, jugó a ser la mujer invisible, porque había unos cuantos clientes en el local. De esa colecc. me compraban uno por mes, pero ya en la librería, en la calle principal del pueblo. Un paseo, ese día.

Hasta hoy, siguen los paseos y las fiestas. Pero ya voy sola o con mi nieta pequeña, de 6 (los mayores, de alrededor de 30, of course, van solos: ya los acompañé infatigablemente).

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