Confieso que tengo debilidad por las biografías y las memorias: esos libros en la frontera entre la verdad y la ficción. La lectura de una buena biografía resulta tan memorable como una novela. Y en todas ellas aparecen momentos de cómo se hicieron lectores. Me gusta también mucho cómo explora esa circunstancia Álvaro Colomer en su serie titulada La llamada.
Hace pocos días Eduardo Mendoza recibía la noticia de obtener el premio Princesa de Asturias y, repasando su obra que he leído poco, encontré el libro Las barbas del profeta (Seix Barral) dedicado a recordar esa asignatura de su infancia llamada “Historia sagrada” donde va explicando episodios de la biblia que le llamaron la atención. En la introducción dice:
Siempre que me preguntan cuáles han sido las lecturas o los autores que más han influido en mi carrera literaria respondo sin vacilar que las lecturas infantiles, a menudo anónimas o de autores apenas identificados, fácilmente olvidados. En estas lecturas minúsculas, por fuerza simples y candorosas, adquirí la fascinación por la palabra escrita y a través de ellas penetré en el mundo de la ficción, en el que he habitado felizmente desde entonces.
Corrí a la sección de memorias de mi biblioteca para buscar otros ejemplos. El escritor argentino José Emilio Burucúa -cuyos libros, todos, adoro- escribió en el ensayo Excesos lectores, ascetismos iconográficos (Ampersand) cómo cuando tenía dos años, su abuelo quiso regalarle una biblioteca. La muerte le pilló antes de poder cumplir su palabra, pero su abuela Emilia lo hizo:
El Tesoro de la Juventud lució allí, prácticamente solo, hasta que desembarcaron los poemas de Homero en versión infantil, según he contado. Mis primos, los mellizos, también tenían el Tesoro, pero el original en inglés.
En esta misma colección, con todos los libros muy recomendables, está María Teresa Andruetto, cuyo libro Una lectora de provincia ya reseñé aquí e hicimos un podcast. Ella recuerda sobre todo las lecturas en voz alta de su mamá:
De modo que los lunes ella leía, se leía, nos leía. Así se sucedieron La cabaña del tío Tom, Las aventuras de Tom Sawyer, Heidi, Huckleberry Finn, Robin Hood, El gigante egoísta, Simbad el marino, La isla del tesoro, Las aventuras de Pinocho; pero también otras lecturas que, aunque no entendíamos, nos arrullaban con su música.
Si alguien quiere una lista de libros para leer en voz alta, o recomendar, aquí hay una buena. Otro autor que he leído, Georges Perec. En su libro W o el recuerdo de una infancia (tengo la edición de Ediciones de Bolsillo), habla de cómo devoraba los libros que le pasaba su primo Henri:
Uno de esos libros era una novela tipo folletín. Creo que se llamaba La vuelta al mundo de un pequeño parisino (…) No era uno de esos grandes libros rojos como los de Julio Verne de la colección Hetzel, sino un grueso volumen encuadernado que reunía numerosos fascículos cada uno de los cuales tenía una cubierta ilustrada. Una de las cubiertas representaba a un niño de unos quince años que avanzaba por un sendero muy estrecho excavado a media altura de un alto acantilado que daba a un precipicio sin fondo. Esa imagen clásica de la novela de aventuras ( de los westerns) ha permanecido familiar para mí hasta el punto de que siempre he creído haber visto otras casi equivalentes en libros leídos mucho más tarde.
El autor sigue con otros dos libros que le dejaron profunda huella. El naturalista John Muir en sus Memorias de mi infancia y de mi juventud (en una autoedición del traductor, Víctor Olaya) recuerda que aprendió a leer tempranamente gracias a su abuelo, que le enseñó las letras cuando tenía cuatro años:
Para mí, la mejor historia era El perro de Llewellyn, el primer animal que me viene a la memoria (…). Me interesaba tanto, y nos llegó tan adentro a mí y a algunos de mis compañeros de clase, que la leíamos una y otra vez compungidos, tanto dentro como fuera del colegio, y derramábamos lágrimas amargas por el destino del perro Gelert, valiente y fiel, muerto a manos de su amo, que creía que había devorado a su hijo un día que este se perdió el perro vino lleno de sangre, cuando en realidad le había salvado la vida al niño matando al gran lobo.
También he sacado de la biblioteca memorias de autores españoles. Antonio Martínez Menchén, en Una infancia perdida (Idea y creación editorial) cuenta cómo su madre le cantaba coplas, tangos y romances:
Una tarde en que entonaba el romance de La pobre Adela -una copla tan lúgubre que, hacia su mitad, siempre se me saltaban las lágrimas- papá, entrando en el cuarto de improviso, nos sorprendió. Tras mirarnos un momento, dijo:
-Tú sigue, sigue así, mujer, que verás como acabas haciendo de este niño un mariquita.
Martínez Menchén recuerda que, ante la amenaza de su padre, nunca más le pidió a su madre que le cantara. Emili Teixidor, en su Pan negro (Booket) recuerda cómo un grupo de niños encaramados a un ciruelo repetían los cuentos de la abuela cuando les contaba cuentos para dar miedo. Una de las niñas siempre decía: “-¡Calla!” al llegar al momento más sórdido:
Lo mismo que hacía cuando la abuela llegaba en sus historias al momento más emocionante y esperado, cuando el hacha del verdugo estaba a punto de cortar el delicado cuello de la princesa de piel blanca, o el ladrón se sacaba de la faja el cuchillo afilado y reclamaba el corazón de la joven más joven y hermosa.
Y Quirico y yo estallábamos en carcajadas.
El dramaturgo y actor Fernando Fernán Gómez, que nació en Lima pero emigró de pequeño a España, rememora en El tiempo amarillo (Debate) cómo su abuela era una gran lectora gracias a su madre que no quería que su hija fuera analfabeta. “Leyó durante toda su vida”. Fue esta abuela quien le enseñó a leer en una cartilla de grandes letras. Cuando ya pudo leer por sí mismo:
Tenía un libro llamado Lecturas graduadas, nos reunía a mis primos y a mí antes de cenar y nos leía los mejores fragmentos. La nochebuena del poeta, de Alarcón, nos hacía llorar:
La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos,
y no volveremos más.
Una anécdota muy graciosa es cuando su abuela se quejaba de los libros que tenían “demasiada prosa”, es decir, ni diálogos ni acción. “-A mí me gusta mucho la lectura -decía siempre-, pero me salto la prosa”.
Finalizo este recorrido en el que podría perderme durante horas con el recuerdo de Erich Kästner y Gertrude Stein (de quien ya comenté aquí su libro infantil). Stein, en su libro Guerras que he visto (Debolsillo) habla de cómo la guerra estuvo siempre presente en su vida, dice:
Recuerdo que cuando leía me alteraba mucho si alguien moría en el libro y no dejaba hijos porque entonces nadie de esa familia podía estar vivo y si ninguno estaba vivo cómo podían saber lo que estaba ocurriendo.
Me fascina cómo en todas estas memorias la presencia de la lectura marca un momento importante en la vida, cómo las historias empiezan a poblar la mente infantil, no importa si son canónicas o no. Cómo se quedan fijadas en la memoria, ¿les pasará lo mismo a los lectores de hoy en día?. De Erich Kästner que publicó sus memorias bajo el título de Cuando yo era un chiquillo (Alfaguara) dice algo que me parece relevante en estos tiempos:
El que no sabe leer aún sólo ve lo que hay palpable delante de sus narices: a su padre, el timbre de la puerta, al farolero, la bicicleta, el ramo de flores y desde la ventana quizá la torre de la iglesia. El que sabe leer está sobre un libro y ve de una vez el Kilimanjaro o a Carlomagno o a Huckleberry Finn en la maleza o a Zeus convertido en toro y con la hermosa Europa cabalgando sobre su lomo. El que sabe leer tiene un segundo par de ojos, y sólo tiene que tener cuidado de no estropearse el primer par al hacerlo.
Se habla mucho ahora de la importancia de la lectura temprana: si puede ser antes de nacer, mejor, en la primera infancia, también… pero las estadísticas nos dicen que a los ocho años se deja de leer. Nadie sabe por qué. Quizás por las tantas lecturas que no han hecho una conexión importante, o por no haber encontrado ese libro que te hizo llorar o te daba miedo. En realidad, no importa la edad a la que se comience a ser lector o lectora. Yo misma, no fui lectora en mi infancia sino que directamente empecé a leer de adolescente obras de Kafka, Borges, Buzzati, Tolkien, ninguna dirigida a “jóvenes”. Sí recuerdo una revistilla juvenil, Esther y su mundo cuya protagonista me encantaba. Y recuerdo también que, donde vivía, todos los pisos tenían un trastero y había uno que nunca estaba cerrado al que iba a leer a escondidas los diarios de juventud de una vecina. ¿Cuenta eso como lectura?
¿Cómo recuerdas tus comienzos lectores? Sería bonito compartirlos por aquí.
¡Ah! Y quiero dar la bienvenida en esta plataforma a Virginia de la Rosa que acaba de estrenar blog y podcast llamado Pippilotta.
Nos promete cartas y un podcast donde habla durante media hora de un libro de literatura infantil. Y ha comenzado, cómo no, con los libros de Pippi. Media hora para un libro, un planazo. ¡Bienvenida!
¡Hasta el mes que viene! Gracias por estar aquí.
Como mucha gente, se podría decir que soy un lector tardío. Como tantos, fui lector antes de leer. No tuve casi libros en cantidad hasta entrada mi adultez. Quizá sea su ausencia sentida lo que me impulsó e impulsa todavía a buscarlos. No sería este lector que soy sin mi madre contándome por enésima vez “Caperucita Roja”. A ella no le contaron esa historia de chica. La vio escrita una vez, cree, en una casa ajena. Y le bastó leerla esa vez para que la guardase en su memoria y la reprodujese a sus hijos en una innumerable cantidad de tardes de domingo, dentro de un auto, esperando a mi padre. Se camina desde la voz de los padres, materia oral primera, hacia el silencio y el cuerpo del libro entre las manos (no habría reparado en esto si no fuera por investigar autobiografías lectoras). Mi primer encuentro con la literatura escrita (al menos el que recuerdo) llegó recién gracias a mi maestra de primer grado. Ella detectó que ese niño que había ingresado a primer grado ya leyendo y escribiendo (alfabéticamente), llevaba incompletas las tareas de recortar palabras y letras. Llamó a mis padres. Le explicaron: En una casa donde no hay casi nada para leer, menos va a haber para recortar. Mi maestra recomendó comprarme alguna revista infantil, para que no me aburriera. Pero que no me compraran tanto porque, si no, también me iba a aburrir. Por alguna razón, que mi madre ignora, eligió Billiken. A mi maestra y a mi madre, entonces, les debo haberme acercado indirectamente Quién se sentó sobre mi dedo de Laura Devetach y La vuelta de Mongorito Flores de Oche Califa, entre otros. Subrayo el papel que esa publicación infantil tuvo sobre la oferta literaria a la que yo accedí, completamente al margen de la escuela y de mis familiares, en plena década del ‘70. Mi tercer encuentro provino de un regalo de mi abuela Rosa. Hoy pienso más en el gesto de mi abuela que en aquel libro. Mi abuela, que casi no leía, y supongo que no sabía absolutamente nada de libros en general y de literatura infantil en particular, me obsequió Muchas veces cuatro patas de Inés Malinow. Fue quizá el único libro de literatura infantil que me regalaron. Las preguntas que importan recién me alcanzan ahora, cuando ya no puedo preguntarle: qué dijo al pedir un libro, dónde, qué le dijeron al recomendárselo, cómo lo eligió entre varios, si es que le dieron a elegir. La imagino yendo en el colectivo de la línea 2, que hoy ni siquiera existe, tomado a dos cuadras de su casa, frente al Hospital (que tampoco existe). La imagino bajándose en la plaza Roca (Río Cuarto, Córdoba, Argentina), en una mañana o una tarde, casi en primavera. La imagino llegando a la librería, no sé cuál de las dos que siguen estando, y preguntando por un libro para regalarle a su nieto, aparentando seguridad y aplomo. Quizá se haya dado cuenta de que conocía menos a su nieto como lector que lo que conocía de literatura. Ojalá que me haya visto muchas veces leyendo ese libro.
Todas las semanas íbamos con mi abuelo al kiosco a comprar el libro de la colecc. Bolsillitos (edit. Abril, de la Argentina) que hubiera salido esa semana. Los bordes eran de distinto color según correspondiera a informativo, cuentos y no me acuerdo qué más. Una fiesta, ese día. Y él me los leía, pacientemente, todas las veces que yo se lo pidiera. Me habilitaron un pedazo de estante en la biblioteca familiar para que los fuera ubicando.
A los 3 (hace 70), tuve mi primer libro de tapa dura: El mono relojero, de Constancio Vigil, edit. Atlántida (que se sigue editando). Y fue tal el impacto que, a la semana siguiente, fuimos con mamá a la relojería y, como el relojero era velludo y, al ser verano, usaba camisa de manga corta y un poco abierta en el pecho, le pregunté a mamá, a voz en cuello: ¿Es la relojería del mono? Mamá, por supuesto, jugó a ser la mujer invisible, porque había unos cuantos clientes en el local. De esa colecc. me compraban uno por mes, pero ya en la librería, en la calle principal del pueblo. Un paseo, ese día.
Hasta hoy, siguen los paseos y las fiestas. Pero ya voy sola o con mi nieta pequeña, de 6 (los mayores, de alrededor de 30, of course, van solos: ya los acompañé infatigablemente).