Infancias
La reciente publicación del libro La hora del recreo, erradicar el trabajo infantil en Latinoamérica (Fundación Telefónica) me ha recordado la primera vez que viajé a Bogotá y un niño mugriento salió de una alcantarilla con una bolsa de plástico en la mano que se llevaba intermitentemente a la boca y nariz. Es cierto que Bogotá es ahora otra ciudad, pero pienso en los niños que todavía hoy fabrican ladrillos con sus manos, en otros que rebuscan en basureros -como el de la foto de Carlos Spottorno que aparece en este libro-, o que son, en su tierna infancia, el soporte económico de toda la familia, cuando no víctimas de maltrato. ¿Saben los niños de otros lugares, esos que tienen comida varias veces al día y acuden al colegio, la realidad de estos otros niños? ¿Quién se lo está contando?
La literatura infantil parece que no: hace tiempo abandonó la discusión sobre la necesidad de explicar el mundo. Mientras los adultos tenemos mucha narrativa que nos muestra la realidad de otros lugares, los niños parecen estar entregados a libros "bonitos" que les entretienen pero que no les permiten adentrarse en la literatura como un temblor.
¿Responsabilidad de escritores, editores o mediadores? Quizás sí porque ¿quien quiere contar estas cosas feas a los niños? ¿No es mejor que se diviertan?
Dos libros me gustaría recordar en este sentido. Uno salió hace ya un par de años y es del escritor colombiano Francisco Montaña: No comas renacuajos publicado por la editorial independiente Babel Libros. Inspirado en un hecho real -su visita a un colegio donde un niño le apuntó con una pistola imaginaria y le disparó- Montaña ha contado la historia de cinco hermanos que sobreviven solos en medio de un mar de soledad, hambre, violencia y desesperación. No hay salida para ellos. El mayor, de 13 años, tomará una drástica decisión impulsado por el desamparo. Sin embargo, en este escenario duro e hiriente para cualquier lector sensible, el autor cuenta en presente la historia de uno de esos hermanos que vive en un hospicio después de que ha pasado todo. Para esto está la literatura, para contar que también hay lugar para la esperanza. El protagonista encontrará en el cariño y la comprensión de una niña del mismo hospicio una oportunidad para seguir adelante. Es un libro valiente y doloroso, pero bello, bellísimo, y sin lugar a ninguna duda sobre la necesidad de contar esa historia y de que otros niños puedan leer el relato de una vida que ni siquieran podrían imaginar.
El otro libro, de reciente publicación, es de Lawrence Schimel: ¡Vamos a ver a papá! , publicado por Ediciones Ekaré en una bonita edición. En esta historia, la niña protagonista vive con su mamá y su abuela y relata un domingo cualquiera donde lo más importante es la llamada de su papá, que se ha ido a otro país en busca de trabajo. Después de ocho meses y de escribir en el cuaderno que le regaló las cosas que le ocurren cada día, llega la noticia de que se van a ir a vivir con su papá. La alegría de ese momento se confunde con la tristeza de dejar a la abuela, al perrito Kike y sus amigos de la escuela para ir a vivir a un país desconocido. ¡Cuántas historias reales me ha recordado este libro! Las bellas ilustraciones de la cubana Alba Marina Rivera aportan una singular interpretación con muchos detalles que el texto apenas pincela.
Son dos ejemplos para reivindicar un lugar y un sentido a la literatura comprometida. ¿No deberían conocer los niños libros que les abran puertas a otras realidades? ¿Libros que cerrarán con un temblor en sus manos y con muchas preguntas? ¿No deberíamos poner más de estos libros a su alcance para que sepan que la literatura también les va a conmover? ¿O basta con libros entretenidos y, sobre todo, divertidos para crearles afición? Perdón, pero ¿afición a qué?